Tras
la Guerra de Sucesión, y a la vista de los acontecimientos, Felipe V
decidió revitalizar la flota española y reinventó una institución tan
certera como imponente.
En el siglo XVIII, la marina de guerra española
era una sombra de lo que fue. Se combatía sin recursos prácticamente, y
a partir de 1700, casi siempre a la defensiva. La imagen era deplorable
y el estado de la flota, penoso. El declive de su poderío pretérito, el
que nos dio grandeza y prestigio, solo era una calcomanía o mal remedo
de una elite de marinos virtuosos, tenaces y en muchas ocasiones,
heroicos. Pero algo cambió cuando tres grandes políticos de Estado se
comprometieron a revertir esa situación. Era el tiempo de Felipe V, un Borbón con ideas.
La gravedad de la situación rozaba el surrealismo. Durante la Guerra de Sucesión (1701 – 1713, Tratado de Utrecht) que acabó con la monarquía federal de los Austrias, la Flota de Indias venía siendo escoltada regularmente por fragatas francesas en su trasiego trasatlántico.
Incapaces
de interceptar la flota inglesa de invasión que se apoderó de Menorca
en 1708 (sería devuelta casi un siglo después tras el tratado de
Amiens), de evitar las razias británicas en las costas de Cádiz –Rota,
Santa María, etc.–, o de enfrentarse a los capaces navíos de línea
ingleses, caso de la batalla de Barú (pérdida del polémico San José), el toque de atención al ego nacional se barruntaba.
Tras la Guerra de Sucesión y a la vista de los acontecimientos, Felipe V decide revitalizar la flota. Los progresos en la artillería y
las nuevas técnicas de construcción de barcos de vela con proyección
militar, requieren la intervención de ingenieros navales en sustitución
de los carpinteros de ribera, y los astilleros artesanales se convierten
en modernas industrias; en definitiva, las técnicas de construcción
comienzan a estar a la altura de las exigencias del siglo XVIII. Se
atisba el final del túnel con el empeño personal del rey y de dos
extraordinarios colaboradores, Patiño y Ensenada, a los cuales no se les ha reconocido suficientemente.
Una flota digna de tal nombre
La
reforma de la Armada estará subordinada a un concepto estratégico vital
y elemental a la par; la conexión de la metrópoli y sus colonias. El
elemento perturbador de este proceso es sin duda la potencia naval de
Inglaterra, que se enseñorea de los océanos con una reconocida flota
surtida de veloces fragatas y navío de línea de excelente diseño. La burguesía mercantil y
manufacturera isleña estaba urgida de nuevos mercados y venía forzando
tratados mercantiles con la coacción sostenida de los hechos consumados;
esto es, a cañonazos. El paradigma era que para sostener ese vasto
imperio, el español, se hacía urgente implementar una flota digna de tal
nombre.
El problema es que se venía peleando a la contra desde
hacía tiempo. Inglaterra tenía la clara voluntad de hacerse con los
ingentes recursos del Imperio hispano y, tras el Tratado de Utrecht,
había obtenido la autorización para comerciar con las colonias
españolas con “el navío de permiso” (toda la mercadería que cupiera en
un buque de 500 toneladas). Además, habían conseguido colar el peliagudo
tema del “derecho de asiento” para colocar miles de esclavos
en un periodo de treinta años a partir del acto de firmado. La
debilidad española se hacía manifiesta y las concesiones rubricaban esa
situación.
Es un Siglo de Oro con mayúsculas para la Armada que devuelven a ésta el espíritu de potencia de primer rango
Entre Jorge Juan y Antonio de Gaztañeta, ingenieros navales y brillantes marinos y bajo el paraguas del secretario de Estado Bernardo Tinajero,
empiezan a brotar extraordinarias naves marineras en los astilleros de
nuevo corte de Guarnizo en Cantabria, en Pasajes (Guipúzcoa), en menor
medida en La Habana y Cartagena. La gran ventaja es que su contundente velocidad punta
es superior en un 20% a la de las más veloces fragatas inglesas. La
relación entre eslora y manga (eran más estrechas y largas) les da una
maniobrabilidad que roza la excelencia.
El 28 de enero de 1717 es una fecha vital para la historia de la marina española. El Real Decreto con el nombramiento de José Patiño como
Secretario de Estado es recibido como agua de mayo entre los
profesionales de la Armada. La declaración de intenciones de la política
naval de la monarquía rubrica una nueva era en la marina de guerra
española.
Patiño centraliza la apuesta por la esperanza, unida a una voluntad férrea por
llevar a buen puerto los designios del rey. Se reforestan las zonas
aledañas a los astilleros. Todos los elementos necesarios para el
equipamiento de las naves (cordelería, artillería, velamen, jarcias,
lonas, maderamen, etc.), junto con las viviendas de los carpinteros e
ingenieros, quedan solapadas en un todo único. Se potencian en un plan
más ambicioso, la apertura de los astilleros de Ferrol y
de Cádiz, de Cartagena y de la Habana. Más de trescientas naves salen
de estos vientres fabriles en plena ebullición; es un siglo de oro con
mayúsculas para la Armada que devuelve a ésta el espíritu de potencia de
primer rango, perdida por la erosión de tantos frentes y tanta guerra
continuada.
Una huella imborrable
La escuela de
guardiamarinas de Cádiz forma a generaciones de marinos cultos en lo
académico y técnico, a la par que ilustrados. La cartografía, la
trigonometría, la interpretación de las cartas de navegación,
la geometría y otras disciplinas inherentes al mar son incorporadas a
la nueva filosofía de los navegantes patrios. Jorge Juan, Antonio de
Ulloa, Bustamante, Alcalá Galiano (fallecido en Trafalgar al mando de la
Bahama) pertenecen a una hornada incomparable de grandes marinos; con
ellos, España crecía. Pero el inigualable Patiño fallece en 1736, no sin
antes devolver al país un protagonismo ido a menos en las décadas
anteriores. Cuando murió, sus exequias más allá de convertirse en funeral de Estado, crearon un vacío enorme entre sus incondicionales, que eran legión. En su lecho de muerte, Felipe V lo hizo ministro.
Jorge Juan levantó los planos y diseños de vanguardia de las mejores embarcaciones inglesas de la época
El Marqués de Villadarias
tendría un tránsito relativamente breve por la Intendencia General de
Marina y daría lugar al enorme Jorge Juan o, dicho de otra manera, a Don
Zenón de Somadevilla. Durante todo este tiempo, el ímpetu inspirador de
Gaztañeta, estaba ahí, omnipresente. La Armada Real no podía tener
mejores mentores.
Jorge Juan era un cultivado marino e ingeniero,
extremadamente completo en su formación, que no dejaba nada al azar.
Durante el tiempo que estuvo en Inglaterra, dejó una huella imborrable
entre los locales. Levantó o levitó literalmente los planos y diseños de
vanguardia de las mejores embarcaciones inglesas de la
época, y al tiempo, se llevó o trajo a España a los mejores
especialistas en la teoría naval, lo cual creó unas fricciones que a la
postre le pasarían factura. Estuvo a punto de ser pasto del
contraespionaje local y tuvo que darse a la fuga en dirección a Francia
disfrazado de marinero mondo y lirondo. Un hacha de factura nacional el
colega Jorge Juan.
Su increíble hazaña,
la de aligerar secretos de Estado altamente confidenciales a una
potencia competidora directa en el escenario internacional, levantó
ampollas, y los ingleses, entre tanto con un natural cabreo monumental, rumiaban su venganza.
España, en buenas manos
Sobre las bases sólidas de la estructura de Patiño, la fina intuición del Marques de la Ensenada y
la fidelidad y compromiso del rey hacia sus distinguidos funcionarios,
la notablemente incrementada flota española había despertado las
suspicacias de los rubicundos sajones que sentían amenazada su hegemonía
en los mares. Entonces, con su proverbial insidia, urdieron un plan.
Era a la sazón embajador de Inglaterra en Madrid, Benjamin Keene, pequeño de nombre, pero un gran conspirador.
El nuevo rey de España, Fernando VI,
quería mantenerse neutral en las agarradas entre anglos y franceses y
Ensenada, que en aquel entonces era el hombre orquesta de la Corona
(Ministro de Hacienda, de la Guerra y de Marina) era un decidido
partidario de Francia. El mendaz inglés indispuso al entronizado monarca
con su ministro, y éste sería alejado discretamente de los resortes de
poder. Pero el majadero anglosajon pensó que al centrifugar a
Ensenada el tinglado de la construcción naval española se vendría abajo. Nada más lejos de la realidad.
Carlos III, el
rey que vino de Napoles, continuaría la estela de estos grandes de
España manteniendo los objetivos estratégicos de Patiño, Ensenada y
Gaztañeta. España seguiría en buenas manos durante mucho tiempo.
En recuerdo de aquellos hombres.