Los españoles cometieron tropelías en la conquista de América, pero en el caso de los ingleses la mortandad podría calificarse de matanza, sin más consideración o interpretación.
Británicos y estadounidenses se las han ingeniado para
fingir que la colonización de América no fue una matanza.
PERO LO FUE Y DE LAS PEORES MATANZAS DE LA HISTORIA
Entre los
siglos XVI, XVII y XVIII, la crueldad llegó a niveles de holocausto con la
apocalíptica acción de los ingleses en sus áreas de influencia. Los malos
parecían siempre los mismos, pues el aparato de propaganda de los destinatarios
de la Leyenda Negra estaba muy bien resuelto y el eco de la caja de
resonancia de los anglos funcionaba a pleno rendimiento. Por contra, los
receptores de las invectivas, los españoles, éramos más proclives al
reparto de cera que a una esmerada dedicación a los medios.
Antes de la
llegada de los ingleses a América, existían civilizaciones bien estructuradas
forjadas durante siglos en algunos casos
El sambenito
de los desatinos que se le imputan malévolamente (aunque no carentes de
fundamento) a la Conquista Española no lo redime el “y tú
más”, obviamente, pero sí es necesario destacar que nuestros
detractores no eran solamente inocentes querubines, sino que hacían
horas extras por mejorar las estadísticas (lamentables en todo conflicto entre
humanos) que nosotros causamos en acciones que por estar enmarcadas en
conductas menos civilizadas por la época en que se desarrollaron, no restaban
inhumanidad a aquellos actos obligados por la dinámica de conquista, sin
atenuar por ello el horror que conllevaron a sus habitantes autóctonos. Las
almas despachadas en aquel larguísimo episodio, por su número casi incontable,
llegarían a colapsar los sistemas contables de la época.
En el caso
de la Conquista Española, la mortandad se asoció más a las enfermedades
transmisibles –viruela, sarampión, gripe, tifus, peste bubónica y otras enfermedades
infecciosas endémicas en Europa–, que tuvieron un papel decisivo al diezmar
a los desprevenidos locales; el ardor guerrero contribuyó lo suyo también.
En el caso de los ingleses la mortandad podría calificarse de matanza, sin
más consideración o interpretación. El abundamiento de datos certificaría este
hecho, pero lo dejaría reducido a las frías miserias de la estadística.
Las dos naves de James Cook en su
segundo viaje al Pacífico.
Una forma de crueldad inusual
Antes de la
llegada de los ingleses a América, existían civilizaciones bien estructuradas
forjadas durante siglos en algunos casos. Para ellos, los habitantes de dichas
civilizaciones no tenían la consideración de humanos. El colono anglosajón
mostró una forma de crueldad inusual fuera de los campos de batalla y en ello,
aunque aquí, en caliente, entran atenuantes obvios. Los pueblos
sometidos fueron meros espectadores de las masacres cometidas en los
actuales Estados Unidos, Caribe, África y Australia, por mencionar algunas
latitudes al azar. Mientras los españoles intentaban convertir a los autóctonos
al catolicismo, a veces con métodos algo expeditivos, y los portugueses, más
mercantiles, trataban de controlar los puertos de Brasil y la costa oeste de
África e India para así potenciar su fabulosa red comercial, los ingleses
entendían que los indígenas de América debían ser literalmente exterminados –como
así ocurrió en sus zonas de actuación–, para de esta manera repoblar el
continente con ingleses de pura cepa. Y no vale decir que eran
presidiarios desalmados o disidentes recalcitrantes frente a la monopolista fe
anglicana, no; avezados exploradores como Rourke, Cook, y, antes
que ellos, el inefable Drake, postulaban el exterminio en masa de
los lugareños que asistían sorprendidos a la total subversión de la
hospitalidad por aquellos energúmenos adecentados con uniformes de lujosa
botonadura. Era la educada Inglaterra la que se oponía al mestizaje con los
subhumanos.
El caso de
Australia y de los EEUU es un ejemplo sangrante de lo que sin rubor se puede
llamar perfectamente un genocidio
El abuso e
imposición arbitrarias de una Inglaterra exultante ante sus conquistas (no
existían entre ellos un Fray Bartolomé de las Casas ni la más mínima
norma que se pareciera a las Leyes de Indias) permitiría el salvaje
saqueo, el expolio y el apalizamiento a millones de “indios” o aborígenes
por parte de una cultura que a sí misma se llamaba civilizada. En lo económico y
político, los beneficios soslayaron cualquier atisbo de humanidad, dejando a
los intereses indígenas totalmente condenados a la muerte en guerras
asimétricas, a la inanición en la mayoría de los casos y a la esclavitud
flagrante y rampante.
El caso de
Australia y de los EEUU es un ejemplo sangrante de lo que sin rubor se
puede llamar perfectamente un genocidio. En menos de un siglo en la costa este
bajo la influencia colonial inglesa no quedaban autóctonos para contarlo
salvo los que servían de diversión en los circos, y por supuesto, ni
qué decir de la ola aniquiladora posterior de sus pupilos que no dejaron
títere con cabeza hasta llegar al Pacífico en California.
En la India,
tras más de dos siglos de dominación británica, la esclavitud era generalizada
y no se les permitía a los locales competir con productos propios en los
mercados internacionales, hasta que llegó Gandhi con su rueca.
EL PIRATA Francis Drake
En Australia
se les fue la mano totalmente. De más de 900.000 aborígenes
contabilizados por su propia Sociedad Geográfica, algo más de 30.000 escaparon
a aquel Apocalipsis de destrucción sistemática y, probablemente, planificada.
Estos aborígenes llevaban en Australia aproximadamente 60.000 años cuando los
primeros ingleses les hicieron notar su avanzada civilización, era el año 1770
y el infierno abría sus fauces.
Los ingleses
declararon a Australia como terra nullius, es decir, sin habitantes
humanos, de tal manera podrían así justificar el despojo de las tierras
indígenas y el saqueo del continente. Tras arrebatarles las tierras fértiles,
arrojaron a los aborígenes a las zonas áridas del interior donde morían como
chinches. Enfermedades desconocidas arrasaron aquel último reducto del paraíso
en la tierra, en un siglo exacto desde aquel terrible desembarco de los pulcros
y puritanos anglos.
Sus hazañas
africanas despojaron de su nombre, identidad, dignidad y libertad a millones
de esclavos procedentes de los puertos de Senegal y Guinea hacia las
plantaciones del Caribe, Norteamérica y Sudamérica. Los infernales viajes donde
una multitud de seres castrados de los más elementales derechos de existencia,
encadenados entre sí, sin espacio para moverse, viajando durante meses,
mareados hasta la extenuación, rodeados de vómitos, entre los alaridos de las
mujeres y los lamentos de los agonizantes, generaban escenas de horror
inconcebibles. Se calcula que uno de cada tres sobrevivía a esta travesía.
Estas acciones de inhumanidad flagrante eran la obra de los que imputaban
a España la famosa Leyenda Negra.
El pasado es inevitable
Es probable
que bastantes de nosotros podamos sentir vergüenza sobre algunos aspectos de
nuestra conquista allende los mares. La esclavitud en Potosí, la explotación en
las encomiendas, el asesinato de Atahualpa
por Pizarro, los efectos colaterales de las enfermedades transmisibles,
etc; pero al menos teníamos unas claras y bastantes expeditivas leyes
moderadoras. Pudo ser de otra manera, pero no fue así. El pasado es
inevitable al tiempo que es una enseñanza.
Tradicionalmente,
los historiadores más minimalistas cifran la población precolombina en unos
12.000.000 aborígenes
Mientras las
campañas de propaganda bien orquestadas y engrasadas por nuestros adversarios
tenían un efecto multiplicador, nosotros usábamos la imprenta para propagar la
palabra del Señor que, a la hora de la verdad, estuvo un poco flojo de
asistencia en los momentos críticos.
Henry Kamen, excelente hispanista, en su
extraordinario libro 'Imperio', escora en mi opinión en una apreciación
quizás algo exagerada, pues habla del genocidio demográfico más grande de la
historia documentada (un 90% de mortalidad en los 150 años posteriores al
desembarco de Colón). Tradicionalmente, los historiadores más
minimalistas cifran la población precolombina –Henry Dobbyns– en
unos 12.000.000 aborígenes (los maximalistas hablan de 50.000.000 en todo el
continente). La mortalidad posterior por la acción de la guerra de exterminio y
la cruel viruela, y las no menos agresivas venéreas, dejó los territorios del
norte de América hollados por los ingleses en una tabula rasa sin contar con el
énfasis expansivo posterior de sus pupilos tras la independencia.
Parafraseando
a Mae West, a la Inglaterra de entonces se le podría adjudicar aquella
famosa frase dicha por esta dicharachera fémina con un daikiri en la mano y
media docena en el estómago: "He perdido mi reputación. Pero no la echo en
falta".