La historia de la innovación española está sembrada de grandes genios que hoy son casi completos desconocidos para la gran mayoría de la población.
Si tienen ocasión, no se pierdan las cataratas del Niágara. Hay
otros dos lugares en el mundo donde puede contemplarse semejante
aluvión de llorera terrestre, pero ni en Iguazú ni en Victoria uno puede
además disfrutarlo a vista de pájaro. Algo que la primera potencia del
mundo puede permitirse gracias a un soberbio teleférico de época que
este año cumple su primer centenario en funcionamiento, pero que parece
una atracción de Disney de estética steampunk construida ayer mismo.
Como suelen decir por allí, only in America!
¿Seguro?
Resulta que aquel ingenio es cien por cien obra de un extranjero,
concretamente originario de una pequeña aldea de Cantabria llamada Santa
Cruz de Iguña, en el municipio de Molledo. El Whirlpool Aero Car
(Transbordador Aéreo del Remolino), también discretamente llamado
Spanish Aero Car, fue diseñado por Leonardo Torres Quevedo, una figura
sobradamente conocida en los ámbitos de la ciencia y la ingeniería
españolas. Y sin embargo, es dudoso que en la calle su nombre sea tan
reconocible como el de, pongamos, Edison.
En cuestión de talento, Torres Quevedo no tenía nada que envidiar al
estadounidense. Entre sus invenciones no sólo figura el teleférico, sino
que también mejoró el diseño de los dirigibles, construyó una de las
primeras calculadoras, inventó el control remoto (el Telekino) y fue
autor del que muchos consideran el primer juego por computadora de la
historia, un autómata llamado El Ajedrecista que jugaba por sí mismo sin
intervención humana. Este ingeniero de caminos cántabro fue un
verdadero monstruo de la innovación.
Más allá de la fregona
El de Torres Quevedo no es un caso aislado. El Día Mundial de la Propiedad Intelectual
(26 de abril) es una buena ocasión para recordar a inventores españoles
que han sido pioneros en amplios campos de la tecnología, más allá de
los respetables ejemplos clásicos de la fregona, el caramelo con palo o
el futbolín. Y desde muy antiguo: tal vez para los cordobeses, pero sólo
para ellos, no sea una novedad que quien da nombre al puente más
moderno de su ciudad, Abbás Ibn Firnás, fue un musulmán de Ronda que
planteó por primera vez científicamente el problema del vuelo, fabricó
el primer paracaídas y construyó un ala voladora 600 años antes que
Leonardo da Vinci.
Muchos desconocerán también que la primera
patente de invención de una máquina de vapor moderna se registró en 1606
y fue obra de un navarro de Gendulain, Jerónimo de Ayanz y Beaumont,
que se adelantó en 92 años al británico Thomas Savery. Ayanz fue un
personaje de película: criado en la corte de Felipe II, militar de vida
aventurera y fuerza física legendaria. Cuando fue nombrado Administrador
General de las Minas del Reino, decidió aplicar su formación en
ciencias a los problemas de la minería. Ideó su máquina de vapor para
extraer el agua de las galerías y refrescar su interior introduciendo
aire refrigerado con nieve o agua. Es decir: inventó el aire
acondicionado, que aplicó a su propia casa con la tobera disimulada en
un adorno floral. Además creó un precursor del submarino, un traje y una
campana de buceo; y así hasta más de 50 invenciones que recibieron
privilegio de patente del rey Felipe III.
Ayanz fue muy popular en su época; Lope de Vega se refirió a él en su
comedia Lo que pasa en una tarde, y Baltasar Gracián lo mencionó en El
criticón. Y sin embargo, en nuestra época ha sido un completo
desconocido, hasta que el ingeniero e historiador de la Universidad de
Valladolid Nicolás García Tapia, hoy retirado, dedicó años de
investigación a recuperar su trabajo y su memoria. Aun así, es
improbable que el nombre de Ayanz resulte hoy familiar para el español
medio. La gran pregunta es la que se hacía la historiadora
estadounidense Alison Sandman en su reseña
del libro de García Tapia Un inventor navarro: Jerónimo de Ayanz y
Beaumont, 1553-1613: ¿por qué razón las invenciones de Ayanz tuvieron
tan escaso impacto?
Spain is different?
Si algo queda
claro es que la famosa maldición de Unamuno, "¡que inventen ellos!", ha
enmascarado la realidad de un país que ha inventado mucho y bien. En
este aspecto "los españoles no somos diferentes a nadie de nuestro
entorno", dice a EL ESPAÑOL el escritor y periodista Miguel Ángel Delgado, autor del libro Inventar en el desierto: Tres historias de genios olvidados
(Turner, 2014). Juan de la Cierva con su autogiro, Emilio Herrera con
su escafandra estratonáutica, los tres pioneros del submarino (Isaac
Peral, Narcís Monturiol y Cosme García Sáez), Virgilio Leret con su
motor a reacción, o Alejandro Goicoechea con el Talgo, por citar sólo
algunos ejemplos históricos sobresalientes, demuestran que España ha
sido mucho más que fregona, futbolín y porrón.
La lista sigue. Alejandro Polanco, autor del libro Made in Spain, cuando inventábamos nosotros (Glyphos, 2014) y del blog Tecnología Obsoleta,
apunta a EL ESPAÑOL otros nombres como Fidel Pagés, descubridor de la
anestesia epidural, o Julio Cervera, precursor de la radio; "o el
inclasificable Isidoro Cabanyes, impulsor de las energías renovables en
fecha tan temprana como los primeros años del siglo XX". Todos ellos
tienen al menos tres cosas en común: su nacionalidad, su genio y el
hecho de haber caído en el olvido. Para Polanco, la lista de quienes
comparten estos tres rasgos es "tan amplia que asusta". A diferencia de
otros países, España ha olvidado con facilidad a sus innovadores. "Poco
se ha hecho desde el mundo intelectual para acercar a la gente común el
recuerdo de todas estas figuras", dice el autor. "Preguntar en la calle
por alguno de ellos sería garantía de triste resultado".
El
problema no está en los españoles, sino en su país, en una tradición
política que "se ha olvidado de la ciencia", lamenta Polanco. Los
talentos individuales han existido, pero no han fructificado por una
falta de apuesta del Estado por la ciencia y la innovación que se
remonta a muy atrás. "Siempre se cita la prohibición de Felipe II de que
sus súbditos fueran a estudiar al extranjero como el origen del retraso
y la desconexión", apunta Delgado.
Para este autor, ni siquiera
puede afirmarse que la Iglesia haya podido ejercer un freno histórico
sobre el desarrollo científico y tecnológico, si se compara el caso
español con el italiano. "Es más bien la Iglesia utilizada como una
herramienta política, cuando se convierte en un elemento de Estado",
señala. Para Delgado, el momento en el que nuestro país pierde
definitivamente el tren del grupo de cabeza es el reinado de Fernando
VII en el siglo XIX, la era prodigiosa de la invención para las
potencias que sí vieron lo científico-tecnológico como motor del
progreso.
Desastroso siglo XX
Y si la situación en el
arranque del siglo XX ya era descorazonadora, entonces llegó la Guerra
Civil. Algunos ejemplos ilustran a la perfección lo que la rebelión
militar de 1936 supuso también para la innovación española. Virgilio
Leret, ingeniero militar y aviador, tal vez sería considerado hoy el
inventor del motor a reacción si no fuera porque nunca pudo desarrollar
su trabajo, que permaneció casi ignorado hasta finales del siglo pasado.
El motivo: fue fusilado en Melilla por las tropas franquistas el primer
día de la sublevación, 18 de julio de 1936.
Otro caso
representativo es el de De la Cierva y Herrera. El inventor del autogiro
y el creador del segundo traje presurizado estratosférico -Yevgeny
Chertovsky se adelantó en la Unión Soviética por unos pocos años- habían
establecido una prometedora colaboración antes de la guerra. El
estallido del conflicto no sólo obligó a cancelar el vuelo del globo en
el que iba a probarse la escafandra de Herrera, sino que separó a ambos
ingenieros en bandos opuestos: De la Cierva, civil, apoyó a los
sublevados, aunque falleció en accidente aéreo en 1936. Herrera,
militar, se mantuvo fiel al gobierno republicano y en 1939 emprendería
el camino del exilio. Nunca reanudó sus investigaciones.
Y con el fin de la guerra, vino la dictadura. Polanco define la suma
de ambos períodos como "un cortafuegos radical" en la innovación
española. Ni siquiera los que eligieron el bando ganador o los que
regresaron pudieron encontrar apoyo a su talento en un país arruinado.
Delgado cita el caso de Mónico Sánchez, "un ingeniero autodidacta que
desde La Mancha logró llegar a Nueva York y patentar el primer aparato
de rayos X portátil".
En lugar de afincarse en EEUU, Sánchez
regresó a España en 1912 con una considerable fortuna y con la
estrambótica intención de invertirla en crear una fábrica de aparatos de
alta frecuencia en su pueblo, Piedrabuena (Ciudad Real), donde ni
siquiera había llegado la electricidad. "Era como un ovni aterrizando en
mitad de La Mancha", compara Delgado. Después de la Guerra Civil,
Sánchez adquirió varias licencias de patentes con la intención de
desarrollar tecnologías, pero no encontró ningún apoyo por parte del
régimen franquista y su proyecto quedó abocado al fracaso.
Algo
parecido sucedió con Arturo Duperier, físico exiliado en Inglaterra en
1939 que alcanzó gran prestigio por sus estudios de la radiación
cósmica. En 1953 decide volver a España "y se encuentra con un muro
burocrático de tamaño monumental que acaba por arruinar su trabajo",
describe Polanco. El gobierno de la dictadura bloqueó la importación de
sus aparatos de experimentación, por lo que se vio impelido a abandonar
sus investigaciones. Para Polanco, la labor de los que se quedaron o
regresaron "era por lo general tan penosa que merecen ser recordados".
Política contra ciencia
Como
siempre ocurre, hay excepciones. Cuando el ingeniero vasco Alejandro
Goicoechea diseñó un novísimo tren ligero articulado, encontró en el
empresario bilbaíno José Luis Oriol el apoyo financiero para desarrollar
el Talgo, entonces un modelo futurista y una naciente empresa que hoy
continúa brillando. E incluso en estos casos existe el riesgo de que la
interferencia política empañe el reconocimiento. La actuación de
Goicoechea en la Guerra Civil no fue ejemplar: cuando desertó del bando
republicano para pasarse al franquista, se llevó con él los planos de la
defensa de Bilbao que él mismo había construido, lo que entregó la
ciudad en bandeja al ejército sublevado. Pero Polanco insiste en no
mezclar biografías personales y profesionales: "Es el problema de
contemplar hechos o personajes del ayer desde una óptica actual; no cabe
duda de la genialidad de Goicoechea con su diseño del Talgo, otra cosa
es lo que se opine de su papel en la Guerra Civil".
"El propio
sentimiento como nación, país, o como quiera que se defina a España,
creo que está en el origen del problema", concluye Polanco. "No parece
haber un sentimiento común de orgullo por la historia propia, y mucho
menos por los grandes personajes que han vivido en estas tierras".
Delgado recuerda que los tres pioneros del submarino, García Sáez,
Monturiol y Peral, recibieron ofertas del extranjero para vender sus
patentes, pero las rechazaron por motivos patrióticos: no querían que su
país perdiera la ventaja. Y su país no sólo la perdió, sino que a
muchos de ellos tampoco les ha reconocido el empeño por impedirlo.